DAMIÁN MEDICCI
El amanecer entraba a la habitación con una claridad pálida, un gris suave que se iba convirtiendo en oro a medida que el sol trepaba por la ventana. Yo estaba despierto desde hacía unos minutos, pero no me había movido. Tenía a Carla enredada contra mi pecho, su respiración tranquila sobre mi clavícula, y el calor de su cuerpo desnudo encajando con el mío como si hubiera sido moldeado para eso.
Había pasado muchas noches en mi vida en medio de barracas, refugios improvisados, sótanos húmedos o cuarteles sin ventanas. La guerra siempre me enseñó que el descanso es un lujo, que dormir puede costar caro. Pero ninguna de esas noches me había dado esta calma. Dormir con ella pegada a mí era otra cosa. Era como si el mundo dejara de exigir sangre por unas horas y me permitiera recordar que soy hombre, no solo soldado. Y cuando abrió los ojos, aún adormilados, supe que el día podía empezar… aunque yo deseaba que no lo hiciera jamás.
—Buenos días, mi hacker —murmuré, apretándo