BASTIEN DE FILIPPI
La llevé por el pasillo como quien lleva un tesoro recién recuperado, sin soltarle la mano ni un segundo. Kate caminaba ligera, pero yo la guiaba con una urgencia que no intenté disimular. Había pasado demasiado tiempo. Demasiadas noches mirando el teléfono, escuchando su voz a través de un maldito altavoz cuando lo único que quería era sentir su piel bajo mis manos.
Abrí la puerta de nuestra habitación y, en cuanto entró, la cerré con un golpe seco. El cerrojo giró casi solo. Antes de que pudiera decir nada, la tomé por la cintura y la atraje contra mí, besándola con el hambre de todos los días que me faltaron. No había sutileza, no había espera: era la sed de un hombre que reconoce su fuente y no piensa dejarla escapar.
Kate se rió entre el beso, esa risa baja que siempre me desarma.
—Vaya… me extrañaste —susurró, con un brillo travieso—. Pero aun así no querías que viniera.
Apoyé la frente en la suya, respirando su aire como si me oxigenara después de días bajo e