LUCIEN MORETTI
Habían pasado tres días desde la caída de Seraphim. Tres días desde que Gastón Santori fue reducido a nada más que un recuerdo sangriento en la Deep Web. El mundo criminal estaba convulsionado, pero en mi cabeza había una tormenta aún más fuerte: qué hacer con los hermanos Santori.
Armand y Michelle seguían en el calabozo adaptado. No era un agujero oscuro lleno de ratas, sino una especie de celda digna: camas, baño, comida caliente, atención médica. Addy me había dicho que si los íbamos a tener encerrados, debían vivir como hombres. Pero eso no quitaba que estuvieran aislados, sin certeza de qué destino les esperaba, como si lo invocara, mi tío entró a mi despacho.
— ¿Aún pensando Lucien?
—Tío… —dije finalmente, frotándome el rostro—. No sé qué hacer. Siento que merecen una segunda oportunidad, pero temo que vuelvan. Que todo lo que hicieron, aunque haya sido forzado por ese maldito de su padre, regrese para mordernos después.
Bastien sonrió. Una de esas sonrisas que