DAMIÁN MEDICCI
Estaba en la sala intentando conservar la poca dignidad que le quedaba a nuestro apellido.
Lo había visto todo.
A mi hermano menor, el señor frialdad encarnada, sonrojado hasta las orejas, huyendo como gato mojado después de quedar atrapado entre seis mujeres inquisidoras. Lo vi titubear, lo vi evitar miradas, lo vi prácticamente sudar.
Y entonces lo supe: Joshua estaba perdido.
—Qué idiota —solté una carcajada mientras se escabullía al gimnasio y yo caminaba hacia la salida—. Lo negaste durante meses, hermanito, pero caíste. Felicidades. Bienvenido al infierno.
Seguí andando, aún riéndome, hasta que… ¡PUM!
—¡FIJATE, IDIOTA! ¿ACASO NO TIENES OJOS?
La voz femenina fue como un azote de cables pelados directo a mi oído. Bajé la vista. Una mujer, agachada frente a mí, recogía un celular y una laptop que habían salido volando por el choque.
Fruncí el ceño.
—Y tú, ¿no ves por dónde caminas? —espeté con molestia.
—CLARO. TÍPICO MACHO. Siempre tienen la razón, aunque caminen co