SILVANO DE SANTIS
El olor a mantequilla, vainilla y chocolate invadía toda la casa.
Estábamos todos reunidos en la cocina de Addy. Me gustaba ese ambiente. El mundo, por una vez, parecía no tener urgencias. No había amenazas. No había heridas abiertas ni sombras al acecho. Solo estábamos nosotros… en familia.
Ya me sentía bien. Mi herida estaba casi completamente curada, y estar con Anny la noche anterior, hacerla mía, sentir su amor y su entrega... me dio nuevas fuerzas. Me sentí vivo. Renovado.
Mi vista se fue, inevitablemente, a la cocina.
Anny, Addy, Lucy y Marie reían mientras revolvían ingredientes con las mejillas manchadas de harina y cucharas de madera en las manos. Se movían entre charlas y carcajadas como si estuvieran orquestando una receta mágica. Y tal vez sí lo era. Porque lo que salía del horno olía exactamente a eso que uno no ha probado nunca... pero ha soñado siempre.
Lucien y yo estábamos sentados en las banquetas frente a la isla, observándolas como dos espectador