SILVANO DE SANTIS
El reloj marcaba la 1:14 a.m. cuando dejé caer la espalda sobre la cama, solo con el pantalón de pijama, el pecho aún desnudo y el alma hecha trizas. La oscuridad de mi dormitorio apenas era interrumpida por la luz cálida que salía del baño. Escuchaba el murmullo del agua detenerse, y mi corazón —ese músculo que tantas veces creí incapaz de sentir— latía desbocado como si tuviera quince años, como si fuera posible tener miedo de nuevo.
Tenía miedo.
Miedo de perderla.
Miedo de que el infierno que yo mismo había elegido se la llevara.
Miedo de que el monstruo que trataba de destruir terminara salpicando su luz.
Annelisse. Mi Anny.
Me pasé una mano por el rostro, agotado. El enfrentamiento de la noche anterior, los niños rescatados, la cara del infeliz de Matteo al descubrirlo como el lider maldito de esa organización. Todo giraba en mi mente como una espiral.
¿Cómo protegías a alguien que era más valiente que tú? ¿Cómo encerrabas en un rincón seguro a quien tenía fuego