LUCIEN MORETTI
La casa olía a ajo dorado y albahaca. Y a algo más:
risa.
Vida.
Ella. Al amor de mi vida.
Dejé las llaves sobre la mesa de entrada después de guardar el auto y avancé hacia la cocina, guiado por ese sonido que tanto amaba: la voz de Addy, vibrante, feliz, entremezclada con carcajadas suaves. Cuando crucé el umbral, los vi.
Asher estaba de pie junto a la isla, removiendo una salsa como si llevara años viviendo allí. Addy tenía la cara manchada de harina, y una cuchara en la mano con la que claramente acababa de atacar la preparación de la pasta.
—¿Qué están haciendo con mi cocina? —pregunté, fingiendo gravedad mientras me quitaba el reloj y lo dejaba sobre la encimera.
Ella se giró con una sonrisa traviesa, los ojos llenos de luz.
—Estamos salvando tu paladar de otra noche de fideos pasados.
—Mi pasta es perfecta. El problema es tu paladar gourmet —respondí, colgando mi chaqueta en el respaldo de una silla.
Asher me miró y alzó una ceja, divertido.
—Déjame decirte que tu