ADELINE DE FILIPPI
El silencio seguía entre nosotros. Pero ya no era incómodo. Era denso. Cargado de todo lo que no habíamos dicho en años. Jugaba con mis manos sobre el regazo. Lucien seguía frente a mí, con la frente aún inclinada hacia la mía, como si necesitara mi cercanía para respirar.
—Lucien… —susurré, apenas audible.
Él levantó la mirada. Y entonces… por fin hablé. Si no le decía lo que sentía ahora, no se lo diría nunca, así que me armé de valor.
—Te extrañé —dije con un nudo en la garganta—. Te extrañé cada maldito día desde que te fuiste.
Lucien se quedó inmóvil. Ni un gesto. Solo escuchaba.
—No hubo un solo amanecer en que no pensara si habías desayunado, si habías dormido bien, si tenías frío… o si todavía me odiabas.
Mi voz temblaba. Las lágrimas se acumulaban, traicioneras, en los bordes de mis ojos.
—Fingí que eras solo una sombra. Que estaba bien sin ti. Que tu ausencia me aliviaba… pero nada de eso era verdad. Nada.
Él me miraba con esa intensidad que solo él tiene.