MATTEO RUSSO
—¿Y bien? —pregunté por tercera vez, la voz tensa, cargada de rabia contenida.
El hombre frente a mí tragó saliva, incómodo, y volvió a negar con la cabeza.
Otra vez.
Otro día más. Otra búsqueda inútil. Otro “no hay rastro”.
Respiré hondo. Cerré los puños con tanta fuerza que los nudillos se marcaron blancos. El aire me pesaba en los pulmones.
El corazón… ese maldito corazón me gritaba algo que no quería aceptar.
Algo le pasó.
—Lleva días sin contestar el teléfono —seguí, con la voz más baja pero envenenada de preocupación—. No ha vuelto a nuestro departamento, tampoco ha ido al suyo. Nadie lo ha visto desde hace casi una semana.
El asistente no dijo nada. Solo bajó la vista como si el piso pudiera darle alguna respuesta. Yo no necesitaba excusas. Quería hechos.
—Pensé que después de nuestra discusión solo necesitaba aire… para pensar las cosas con la cabeza fría. Pero no me ha hablado. Jamás pasa más de tres días sin llamarme. ¡Ya van cinco! —golpeé el escritorio con el