LUCIEN MORETTI
Los días en Italia pasaban con una calma engañosa. Entre reuniones virtuales, llamadas de seguridad y momentos de paz con Addy, me sentía… bien. Casi feliz. Lo que no dejaba de parecerme irónico, considerando que estaba de regreso en el país donde me convertí en un maldito mafioso.
Pero Addy suavizaba todo, ella es mi calma, mi paz, mi paraíso, tenerla a mi lado besarla sin restricciones, poder hacer el amor con ella sin miedo a ser descubiertos era una vida que me estaba gustando mucho.
Desde el primer día, su risa llenó la mansión como si fuera la primavera misma. Se adueñó de los pasillos, de la cocina, de mi cama cada una de las noches y del rincón de lectura que mandé a construir para ella. La vi sentarse al piano, tocar suavemente una melodía que no reconocía y luego quedarse ahí, con los ojos cerrados, respirando… libre.
Y entonces, como buen idiota enamorado, pensé: ¿Qué más puedo darle?
La respuesta fue evidente: independencia. Idioma.
Así que llamé a Paolo.
—Co