LUCIEN MORETTI
Todos se habían ido a dormir.
Tía Kate subió con esa sonrisa tranquila suya.
Mamá abrazó a Addy con ternura.
Mi padre se fue por un café.
Yo me quedé en la terraza, mirando las estrellas.
Con la copa en la mano.
El rostro sereno… pero por dentro, alerta.
Siempre alerta.
Y entonces lo sentí. Tío Bastien.
Apareció detrás de mí. Silencioso. Firme. Imponente.
El hombre que me enseñó que uno puede ser amor y guerra al mismo tiempo.
—¿Esperabas que te enterrara esta noche? —preguntó con calma.
Sonreí de medio lado.
—Sí. Todavía estoy sorprendido de tener las piernas o estar respirando en una sola pieza.
Sonreí y él se sentó a mi lado. Sirvió vino sin decir más.
Por primera vez en toda la noche… suspiró.
—Eres un dolor de cabeza desde que tenías tres años —murmuró—. Te metías a mi despacho, robabas mis dulces, y decías que “eran para Addy porque ella era la jefa”.
Reí bajito, como niño que fue pillado.
—Lo sigue siendo.
Nos quedamos en silencio. Solo el viento, el peso del pa