SILVANO DE SANTIS
El eco de los disparos todavía retumbaba en los pasillos cuando empujamos la última puerta del sótano blindado. El olor era penetrante: sudor rancio, whisky caro derramado, y miedo. Ese hedor siempre era el mismo, sin importar qué rey caído tuviéramos enfrente.
Allí estaba.
Gordo , sudoroso, calvo, con la camisa manchada de vino y las manos temblorosas alrededor de una pistola que ni siquiera sabía sostener. El legendario “Azrael”. El dueño de Seraphim. El monstruo al que todos temían.
Me salió una carcajada seca. Bastien dio un paso adelante y lo miró de arriba abajo con su sonrisa de desprecio.
—Vaya, vaya… —su voz goteaba veneno—. ¿Así que tú eres Azrael? Yo esperaba a un demonio imponente. Y lo que tenemos es un gordo, calvo y cobarde.
Gaston apretó el arma, con la voz temblorosa.
—¡No saben con quién se meten! ¡Yo soy el dueño de todo esto, malditos!
No me contuve. Crucé la distancia y le metí una patada en la cara que lo mandó contra la pared, escupiendo sangre