LUCY MORETTI
El día estaba perfecto.
Cálido, pero no sofocante. El cielo despejado. La brisa jugando con los árboles del jardín.
Y él…
Él estaba allí.
Con camiseta sin mangas, el balón de básquet en las manos, y ese gesto de concentración que me hacía olvidarme hasta de respirar.
Augusto de Filippi. Mi adorado tormento. Mi desastre emocional favorito. A mis 17 años no tenía vicios, no fumaba, no bebía, no consumía drogas, pero él, mi Agus, era mi único vicio desde que mis hormonas se hicieron presentes.
Yo estaba sentada en la misma manta de siempre, cuaderno sobre las piernas, lápices al costado, y una sonrisa que no podía controlar.
Estaba dibujándolo. Otra vez. Pero esta vez… él sabía que lo hacía, ya no lo hacía en secreto.
Y no me había dicho que parara.
De hecho, se había limitado a sonreírme antes de empezar a encestar como si necesitara demostrarme lo bueno que era en todo lo que hacía.
—¿Estás haciendo otra obra maestra? —gritó desde la cancha improvisada.
—Tal vez —respondí