ANNELISSE DE FILIPPI
El aroma a carne asada flotaba en el aire como una promesa deliciosa. El patio de la casa de los padres de Asher estaba decorado con guirnaldas de colores, luces cálidas colgadas entre los árboles y mesas largas llenas de comida: pan recién hecho, ensaladas, tortillas, jamones curados, vino tinto y un enorme pastel de frutas y crema al centro.
La señora Angélica —la mamá de Asher— estaba rodeada de su hijo, su esposo, vecinos y nosotros, a quienes llamaba sus hijos adoptivos. Su sonrisa iluminaba el lugar más que todas las luces juntas.
—¡Feliz cumpleaños, mamá! —gritó Asher, abrazándola con fuerza.
Yo me acerqué con un pequeño regalo que le habíamos comprado con Silvano: un chal grueso hecho de lana, tan suave como la piel de un conejito, para que se abrigara en invierno, y un beso en la mejilla.
—Gracias por recibirnos. Todo está precioso. Y huele… a hogar.
—Tú ya eres parte de este hogar, hija —me dijo con dulzura, acariciándome el cabello como si me conociera