SILVANO DE SANTIS
El sol de la tarde acariciaba las colinas cuando el auto finalmente dobló por el camino empedrado que conducía al pueblo natal de Asher. España nos recibía con su aire tibio, sus calles angostas y casas de paredes encaladas, balcones llenos de flores, ropa secándose al sol y ese aroma a pan recién horneado que te hace sentir que todo está bien con el mundo.
Desde el asiento trasero, Anny pegaba la cara a la ventana como una niña en su primer paseo escolar.
—¡Miren eso! —exclamó con emoción contagiosa—. ¡Silvano, esas flores! ¡Mira, tienen bugambilias como en las películas!
—Te juro que nunca vi a alguien emocionarse tanto por una planta —dije sonriendo, sin poder evitar observar cómo sus ojos brillaban de entusiasmo.
—No es solo la planta. ¡Mira ese señor barriendo la vereda con una ramita! Esto es mágico.
Asher soltó una carcajada desde el asiento del copiloto, girando hacia Lucien que manejaba con su eterna cara de poker.
—No sé si es más divertido ver a Anny enamo