JOSH MEDICCI
Desperté con esa calma rara que llega después de varios días de dolor constante. El hombro me ardía menos, como si la piel hubiera decidido dejar de pelear contra la aguja y el vendaje. Parpadeé un par de veces, tanteando primero la movilidad, luego el equilibrio. Me incorporé despacio, apoyando la mano buena sobre el colchón. No hubo ese tirón feroz que me había hecho sudar frío ayer. Bien. Podía caminar sin parecer un anciano.
Me puse la camiseta con cuidado —la que Marie había recortado para no rozar el vendaje— y unos pantalones de algodón. Escuché el murmullo de voces lejanas. La casa respiraba en modo guerra: contenida, enfocada, con ese zumbido de tensión que nunca desaparece del todo. Sonreí sin querer; ya me estaba acostumbrando a ese pulso.
—Café —murmuré, como si conjurar la palabra fuera suficiente para hacerlo aparecer.
Abrí la puerta y salí al pasillo. La luz de la mañana se colaba por las ventanas altas y dibujaba rectángulos cálidos en el piso. El olor a