La noche había caído como una manta espesa sobre la mansión. La brisa siciliana acariciaba las cortinas abiertas de la habitación de Chiara, que dormía envuelta en un sueño profundo. El día había sido agotador, el viaje, la tensión con Adriano, la extraña bienvenida… todo se mezclaba como sombras bajo sus párpados cerrados.
Y entonces, sin saber cómo, el sueño comenzó.
Estaba de nuevo sobre aquel caballo blanco como la nieve, el mismo del que había caído en su anterior sueño. Pero esta vez no había miedo. Las bridas eran suaves en sus manos, y el animal trotaba con elegancia por un prado que no reconocía. El cielo era violeta, como si estuviera a punto de anochecer, pero el sol seguía en lo alto, suspendido, inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido solo para ella.
Llevaba un vestido largo, blanco, y sus pies descalzos apenas rozaban el pasto alto. El viento era cálido, pero no apacible; traía un susurro, como un murmullo lejano que no lograba descifrar.
De pronto, el caballo se