No pasaron muchos días para que Adriano y Chiara regresaran a la mansión. En ese tiempo, ambos se conocieron más, y él comenzó a darse cuenta de lo importante que esa mujer se estaba volviendo en su vida. A veces una voz le decía que ella no era Martina, pero otra, más fuerte, insistía en que ya era hora de dejar el pasado atrás. El problema era que el pasado no siempre se dejaba ir tan fácilmente.
Los informes que le llegaban a Adriano decían que los coches que vigilaban la mansión ya no estaban, que todo parecía en orden y que podían volver. Sin embargo, algo en su mente le decía que no tenía lógica, que nada tenía sentido. En todos sus años como Don, nadie había sido tan idiota como para traicionarlo, y mucho menos alguien cercano. El traidor debía conocer todos sus movimientos. Y si lo conocía tan bien, entonces no era cualquier enemigo. Era alguien a quien él alguna vez llamó “familia”.
Por su parte, Chiara se sentía más tranquila sabiendo que Guila, la madre de Adriano, y su pri