Vendetta

La sala estaba en penumbra. Solo las luces cálidas de una gran lámpara colgante iluminaban la antigua mesa de roble que ocupaba el centro del salón. El aire olía a cuero, vino añejo y pólvora reciente. Era una noche tensa, y Adriano lo sabía desde que cruzó el umbral.

Adalberto ya estaba sentado, con sus dedos golpeando con impaciencia el borde de su copa de cristal. A su derecha, el consigliere de la familia, Vittorio, un hombre de rostro enjuto y mirada fría, analizaba los documentos con el ceño fruncido. Fabiana no estaba. Las reuniones de guerra no eran para mujeres, salvo excepciones. Y esa noche no había lugar para diplomacia.

Adriano entró sin saludar. Su sola presencia bastó para imponer silencio. Llevaba un traje oscuro impecable, la chaqueta abierta, dejando ver la sobria pistola al costado. Sus ojos, grises y afilados, recorrieron la mesa como si midiera a cada hombre allí presente.

—¿Dónde está Don Salvatore? —preguntó sin rodeos.

—No vino —respondió Vittorio—. Envió un me
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