La noche pesaba como un sudario. En la vieja casona, los muros parecían retener el eco de todos los secretos que se habían callado por años. Adriáno cruzó el umbral con paso contenido, consciente de que lo que estaba a punto de escuchar podía cambiar su vida.
Lorenzo lo esperaba en el interior. Estaba sentado junto a la chimenea, con los ojos vidriosos y una mano temblorosa que no soltaba un vaso de vino a medio terminar. El fuego proyectaba sombras que alargaban su silueta contra la pared, dándole un aspecto espectral.
Cuando Adriáno se acercó, Lorenzo lo miró fijo, con una intensidad que solo tienen los hombres marcados por la obsesión.
—Sabía que vendrías —dijo con voz rasposa—. Y también sé a qué has venido.
Adriáno guardó silencio. No necesitaba preguntar. Lorenzo dio un sorbo al vino, se pasó la mano por la frente y comenzó a hablar, casi como si dictara un testamento.
—No me dejan dormir, Adriáno. Los recuerdos me rodean como lobos hambrientos. Cada vez que cierro los ojos escu