se descubre la verdad.
La noche caía sobre la ciudad como un manto pesado. Los faroles amarillentos apenas lograban iluminar las calles húmedas por la llovizna, y cada esquina parecía tragarse las sombras de los transeúntes. Adriáno llevaba más de tres semanas sospechando de Adalberto, pero aquella noche decidió que no habría vuelta atrás: lo seguiría hasta donde fuera necesario.
El hombre, de andar sereno y calculado, salió de la vieja cantina del puerto, ajustó su sombrero oscuro y encendió un cigarro. Adriáno lo observó desde la distancia, oculto tras un muro cubierto de carteles desgastados. El humo formaba espirales que parecían una señal: cada bocanada de Adalberto tenía algo de ritual.
—Veamos, viejo lobo… muéstrame quién eres de verdad —murmuró Adriáno entre dientes, sintiendo cómo la adrenalina le subía por las venas.
Adalberto caminó con paso firme hacia los callejones que desembocaban en la zona prohibida del barrio: almacenes abandonados, talleres clandestinos y muelles donde el contrabando era