II Las risas de las lunas
Pronto Alen se halló frente al bosque. Los rayos del sol del atardecer se colaban por entre sus árboles, de troncos delgados y copas muy altas, haciéndolo resplandecer. Eran árboles jóvenes, aunque probablemente más viejos que cualquier persona que conociera. Le llamaban el bosque de las luces, pero hasta ahora él no había visto ninguna.

Desde su hogar, en los faldones de una colina, el bosque se veía sólo parcialmente. A veces, por la noche, lo miraba desde su ventana y ninguna luz, que no fuera la de la luna o las estrellas, había hecho aparición.

Otra leyenda, pensó, traspasando la primera hilera de árboles. La tierra blanda amortiguaba sus pisadas, pero su andar no era silencioso; gritaba a todo pulmón el nombre de su hermana. El sol no tardó en ocultarse del todo y Alen siguió llamándola, cada vez más profundo en el bosque, cada vez más exhausto.

Y el aire tibio del lugar no ayudaba con el cansancio y la fatiga. Cayó al suelo cuando la vista se le nubló. Estaba frente a un río. E
NatsZ

La criatura del bosque también ha posado sus ojos sobre Alen. Sin saberlo, ha quedado en el medio de dos mundos.

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