Los días siguientes fueron una pesadilla disfrazada de calma. Alexander no volvió a tocarme, pero su presencia era constante. Se movía por la mansión con esa seguridad enfermiza, como si todo le perteneciera… y yo, incluida.
Cada mañana enviaba a alguien a mi habitación: una mujer distinta cada vez. Llegaban con vestidos blancos, delicados, envueltos en papel fino. Con cajas de terciopelo que escondían collares, pendientes, zapatos. Trajes de novia. Como si estuviera celebrando un compromiso real, como si el infierno que yo vivía fuera un cuento de hadas.
Yo no los tocaba. No me atrevía a romper nada. No por él. Por ellos.
Porque sabía que en alguna parte de esa casa estaban mis hijos. Respirando el mismo aire que Alexander. Y si él notaba mi rebeldía, si percibía una chispa de desafío… ellos serían los que pagarían el precio.
Así que no gritaba.
No destruía.
No mostraba el odio que hervía en mi pecho.
Solo fingía.
Fingía estar rota, dócil. Fingía resignación. Pero por dentro, tejía c