No supe cuánto tiempo estuve arrodillada en el suelo después de que se llevaron a los niños. Sentía el cuerpo helado, la piel pegajosa por el sudor del miedo y la desesperación. El alma… eso sí sabía cuánto dolía. Como si Alexander la hubiese tomado entre sus manos y la hubiese apretado hasta hacerla añicos.
No lloré más. No tenía lágrimas. Solo un vacío hondo que me tragaba desde adentro.
Los pasos llegaron después. Suaves. No eran los de él.
Una mujer se detuvo frente a mí. Vestía uniforme gris y llevaba las manos cruzadas al frente. No me miraba a los ojos, como si no quisiera reconocer que yo era más que una sombra. Solo habló.
—El señor Alexander ha ordenado que la lleve a su habitación.
Tragué saliva. La garganta aún ardía. Me puse de pie con dificultad. Cada músculo dolía, pero no por los golpes… sino por la tensión, por el miedo acumulado.
—¿Por qué…? —pregunté, aunque ya lo sabía.
La mujer no respondió. Solo se giró y comenzó a caminar. La seguí.
Subimos las escaleras. Las mi