Denisse estaba arrodillada sobre la alfombra, doblando ropa con movimientos lentos, casi automáticos. La habitación estaba silenciosa, demasiado silenciosa, apenas interrumpida por el sonido suave de las perchas chocando entre sí. Había intentado dormir una siesta, pero el peso en su pecho se lo impidió.
Desde que Noah le había dado aquel sobre con el dinero, había vivido con una mezcla de alivio y miedo. Miedo de que él descubriera más. Miedo de seguir mintiéndole.
Miedo de necesitarlo. Escuchó la puerta entreabrirse y se sobresaltó. Noah estaba ahí, apoyado en el marco, observándola en silencio.
Pero no era el Noah frío de la oficina. Ni el Noah soberbio de las reuniones.
Era el Noah que apenas mostraba el mundo: atento, concentrado, casi… vulnerable.
—Pensé que estabas descansando —dijo él, avanzando hacia ella.
—No podía dormir —respondió Denisse sin levantar la mirada.
Él se agachó frente a ella. Sus manos, grandes y seguras, tomaron la camisa que ella intentaba doblar.
—¿Quieres