Habían pasado tres meses.
Tres meses desde que bajaron de la montaña. Noventa días de sol, sal y una quietud que, al principio, los había mantenido despiertos por la noche, esperando un ruido que nunca llegaba.
El silencio del enemigo era absoluto, porque el enemigo ya no existía.
La villa en la costa, que al principio parecía un escenario vacío esperando actores, se había llenado de vida. El vestíbulo ya no resonaba con el eco de pasos solitarios, ahora estaba lleno de bicicletas, mochilas escolares y arena que los niños traían de la playa a pesar de las advertencias de Aurora.
Esa mañana de sábado, la luz del sol inundaba la cocina.
Lorenzo estaba sentado a la mesa, con una taza de café y su computadora. No estaba revisando rutas de contrabando, ni listas de enemigos, ni balances de cuentas en las Islas Caimán. Estaba leyendo un contrato de importación de aceite de oliva. Legal. Aburrido. Y absolutamente maravilloso.
Llevaba una camiseta blanca de algodón y pantalones cortos de lin