La nieve se había ido, no por la fuerza de una tormenta, sino por la persistencia suave del sol. El camino que llevaba a la cabaña, antes una trampa blanca e intransitable, era ahora una cinta de tierra húmeda y oscura que serpenteaba montaña abajo, conectándolos de nuevo con el mundo.
Pero el mundo al que regresaban ya no era el mismo.
Durante la última semana de convalecencia, mientras Lorenzo recuperaba la fuerza en sus piernas y el color en su rostro, habían tomado la decisión. No hubo grandes debates ni discusiones estratégicas. Fue una conclusión natural, como la caída de una hoja en otoño.
No podían volver a la mansión.
Aquella casa, con sus mármoles fríos y sus sistemas de seguridad de última generación, estaba manchada. No solo por la sangre de Isabella o el recuerdo del asedio, sino por los fantasmas de quien Lorenzo solía ser. Era un mausoleo de su vida anterior, un monumento al miedo.
Tampoco podían quedarse en la cabaña. Ese lugar había sido un refugio perfecto, un útero