El sol de la tarde caía sobre el mar como oro líquido derramado, cubriendo el horizonte de tonos violetas y naranjas profundos. No había viento, solo una brisa suave que traía el aroma de los limoneros y la sal, un perfume que Aurora ya asociaba con la libertad.
En la habitación principal de la villa, el silencio era reverente.
Aurora estaba de pie frente al espejo de cuerpo entero. No llevaba joyas pesadas, ni tiaras de diamantes manchados de sangre. Su vestido era sencillo, de encaje blanco y corte fluido, comprado en una pequeña boutique del pueblo costero. Se ceñía a su cintura y caía hasta sus pies descalzos con una elegancia natural. Su cabello estaba suelto, con ondas suaves que le caían sobre los hombros, adornado únicamente por una pequeña flor de azahar que había recogido del jardín.
Se miró a los ojos. La mujer que le devolvía la mirada no era la niñera asustada que había llegado a una mansión llena de secretos, la joven que se había quedado sin nada más que deudas, ni la g