El silencio descendió sobre la cabaña apenas los faros de la camioneta de Lorenzo desaparecieron en el espeso bosque. No era el silencio pacífico de los días anteriores, aquel que invitaba al descanso frente al fuego, era un silencio pesado, como si la montaña misma hubiera contenido la respiración esperando el desenlace de una tragedia antigua.
Para Aurora, las horas siguientes se convirtieron en una prueba de resistencia física. La cabaña, que con la presencia de Lorenzo se había sentido como un bastión inexpugnable, ahora parecía inmensa y frágil, una cáscara de madera perdida en un océano blanco.
Se obligó a moverse. La inmovilidad era el enemigo.
Mantuvo la rutina con una disciplina militar. Preparó el desayuno, obligando a los niños a comer aunque sus propios labios estaban sellados por la ansiedad. Limpió la cocina hasta que la madera brilló. Apiló leña junto a la chimenea, cargando los troncos con una fuerza que nacía de la necesidad de agotar su cuerpo para que su mente dejar