El tercer día amaneció sin sol.
De hecho, amaneció sin luz.
La tormenta, que había dado un respiro engañoso durante la noche, había regresado con una violencia redoblada, sepultando la cabaña bajo un manto blanco que cubría las ventanas hasta la mitad.
El mundo exterior había dejado de existir, solo había un remolino infinito de viento y hielo que golpeaba las paredes de troncos como si quisiera derribarlas para reclamar a los intrusos que se escondían dentro.
Pero la verdadera tormenta estaba dentro de Aurora.
El teléfono satelital seguía en la mesa de centro, un objeto inerte y odioso que ella se negaba a guardar. El plazo de las cuarenta y ocho horas había expirado hacía una eternidad. Cada minuto de silencio que se acumulaba sobre el anterior era una palada de tierra sobre su esperanza.
«Está herido» se decía a sí misma, aferrándose a la opción menos terrible. «Perdió el teléfono. La tormenta cortó la señal»
Cualquier cosa era mejor que la alternativa.
Cualquier cosa era mejor q