El amanecer llegó con un silencio que dolía. No era la quietud pacífica de las mañanas anteriores, donde la nieve amortiguaba el mundo para protegerlos, sino un silencio denso, cargado de finalidad, como el aire que precede a la caída de una guillotina.
Aurora abrió los ojos antes de que la luz grisácea tocara la ventana. Lorenzo ya no estaba en la cama. El lado vacío del colchón estaba frío al tacto, una señal inequívoca de que él llevaba horas despierto, preparándose para dejar de ser el hombre que cortaba leña y convertirse de nuevo en el verdugo.
Se levantó, envolviéndose en el suéter grueso que había usado la noche anterior, y bajó las escaleras. Lo encontró en la cocina.
Lorenzo estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia el bosque cubierto de blanco. Había cambiado. Los vaqueros desgastados y la camisa de franela habían desaparecido. En su lugar, llevaba un traje negro impecable, una camisa blanca almidonada y un abrigo largo de lana oscura. Parecía un espectro urbano