Los días que siguieron al retorno de Lorenzo se deslizaron con una lentitud almibarada. Fué una calma sospechosa. Un momento de tregua en medio de la guerra.
Lorenzo estaba confinado. La herida en su costado, aunque limpia y suturada gracias a las manos firmes de Aurora, no dejaba de ser una herida que exigía pago por cada movimiento brusco.
La fiebre había remitido tras la primera noche, pero la pérdida de sangre lo había dejado con una debilidad que él detestaba más que al dolor mismo.
El Capo que había salido a cazar en la oscuridad, ahora estaba enjaulado en su propia sala de estar, obligado a gobernar su imperio desde un sofá de cuero.
Aurora se había convertido en su guardia. No permitía que Marco lo molestara con detalles menores de seguridad, filtraba las llamadas y administraba los analgésicos con una autoridad que Lorenzo encontraba, a partes iguales, frustrante y profundamente conmovedora.
—Estás disfrutando esto —rezongó él una tarde, mientras ella le cambiaba el vendaje.