El sol de la tarde, que se había sentido como una bendición horas antes, ahora parecía iluminar con una crueldad obscena el vestíbulo de la mansión.
El velo ensangrentado colgaba de la puerta como un trofeo de cacería. El estilete del Sastre, delgado y elegante,
era una firma arrogante.
Aurora se quedó paralizada, el aire se había vuelto espeso y tóxico en sus pulmones. El anillo en su dedo, que minutos antes era un sol, se sentía
como un bloque de hielo.
La quietud de Lorenzo mientras observaba el velo fué más aterradora que cualquier arrebato de furia. Cuando sus ojos se encontraron con los de Marco, se volvieron opacos, vacíos de toda emoción salvo una. La gélida certeza de la guerra.
—Marco —dijo, su voz era una calma letal—. Haz que preparen la propiedad segura de las afueras, inmediatamente.
Marco asintió.
—Entendido, señor.
—Partiremos ésta tarde —la decisión fué instantánea, la ejecución implacable.
No fué un debate, ni una huida presa del pánico. Fué un movimiento estraté