Las semanas se deslizaron en la propiedad de las afueras con una lentitud monótona. El silencio ya no era siniestro, sino pesado, el ruido exterior se había desvanecido, reemplazado por la quietud constante de la seguridad extrema.
La vida se había convertido en una serie de rutinas estrictas, la única defensa que Aurora y Lorenzo tenían contra el fantasma del miedo que seguía merodeando.
Aurora se había convertido en la arquitecta de esa calma. Se enfocó en la educación de los gemelos, convirtiendo la vasta biblioteca de la propiedad en un salón de estudio improvisado.
La vida fuera de esos muros no existía, y ella se dedicó a llenar cada hora con la luz de la normalidad. Y funcionaba.
Elisabetta había recuperado gran parte de su ligereza. La niña, siempre un alma extrovertida, disfrutaba ayudando a Aurora en la cocina o resolviendo rompecabezas.
Matteo, por su parte, seguía siendo el barómetro silencioso de la familia, pero su progreso era innegable. Había pasado de ser un pequeño