40 | Dime que me amas

La mansión, antes un escenario de caos y traición, se había transformado en un santuario, un refugio donde solo cabían el dolor y la paz recién ganada. Los guardias patrullaban con una intensidad febril, pero dentro de sus muros, solo existía el silencio reverente del alivio.

Aurora esperaba la llegada de Lorenzo y los niños frente a los ventanales de la sala, su propio cuerpo un manojo de nervios y determinación. Había terminado de acomodar la habitación de los niños minutos antes, quería que todo estuviera en órden para cuando regresaran.

Había sido difícil permanecer en la periferia de la guerra, sabiendo que la vida del hombre y los niños que amaba se jugaba en la oscuridad. Cuando las camionetas negras emergieron de las sombras hacia el frente de la mansión, su corazón saltó dentro de su pecho.

No perdió tiempo en apresurarse hacia el jardín principal. La primera en salir a su encuentro fué Elisabetta. La niña, aunque cansada y con los ojos somnolientos, corrió a los brazos de Au
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