La noche se había convertido en un enemigo silencioso. Era un manto espeso arrastrando frío e incertidumbre. La lluvia había remitido, dejando tras de sí un aire denso y pesado, impregnado con olor a tierra mojada y la promesa de violencia.
Lorenzo y sus hombres se desplazaron por el perímetro de la finca como si lo conocieran a detalle, eran sombras sigilosas fundiéndose en la oscuridad de la noche, fantasmas con una misión.
La vieja mansión, una fortaleza de piedra antigua, se alzaba imponente ante ellos, dispuesto a devorarlos. Cada paso de Lorenzo era una agonía contenida. Las heridas bajo su piel eran un fuego latente que la adrenalina intentaba sofocar. Era la determinación la que lo impulsaba, rabia y la necesidad de recuperar a sus hijos.
La infiltración no era un acto de fuerza, sino de precisión. Utilizando el acceso descubierto por su equipo de inteligencia, Lorenzo se deslizó hacia la rejilla del sistema de ventilación. Era estrecha, fría, y olía a polvo acumulado como una