Había pasado un mes desde la última noche de caos en la mansión. La casa, que había servido de fortaleza, prisión y campo de batalla, estaba aprendiendo a ser un hogar.
El silencio había cambiado de piel. Ya no era el silencio tenso de la vigilia, cargado de miedo y promesas de violencia, sino la quietud densa y reparadora de la calma.
Para Aurora, ese mes había sido una reconstrucción febril, no de las paredes, sino del alma. La paz era una visitante nueva, una criatura tímida que se asomaba por las ventanas con la luz de la mañana y se acurrucaba en la cama por la noche, aunque todavía sobresaltada por el ruido que quebraba el silencio.
Esa mañana, Aurora despertó sola. Un pinchazo de decepción inevitable se clavó en su pecho. La seda de las sábanas en el lado de Lorenzo todavía estaba tibia, pero él ya se había marchado.
Eso se había convertido en rutina.
Lorenzo despertaba temprano y a veces no regresaba hasta la madrugada. Había retomado su ardua misión en cumplir con la palabra