La tormenta seguía azotando la mansión cuando Lorenzo colgó el teléfono, los dedos apretando el dispositivo con una fuerza que delataba su tensión. Aurora lo miraba, expectante, percibiendo que algo en la voz de aquel número desconocido había hecho temblar incluso al hombre más inquebrantable que conocía.
—¿Quién era? —preguntó ella, su voz suave intentando contener el miedo que ya empezaba a crecer en su interior.
Lorenzo respiró hondo, girando hacia ella con el ceño fruncido, esa expresión de conflicto que siempre precedía a decisiones que podían cambiarlo todo. Se acercó unos pasos, y su voz surgió finalmente, grave y medida.
—Era Isabella… la madre de Matteo y Elisabetta.
El mundo de Aurora pareció detenerse un instante. La respiración se le enredó, los ojos se le abrieron como platos.
—¿Isabella? —repitió, como si solo escuchar el nombre la hiciera despertar de un mal sueño. —Pero… se supone que la madre de los niños estaba muerta.
Lorenzo asintió, el peso de sus hombros parecien