La noche cayó sobre Nápoles como un sudario de terciopelo negro. En la mansión de los Lombardo, las luces de los candelabros brillaban con una opulencia que intentaba disimular la podredumbre de sus cimientos.
Era la cena de los capitanes. Una tradición mensual donde Luciano Lombardo reunía a sus lugartenientes para repartir territorios y lealtades. Pero esa noche, la mesa larga de caoba estaba cargada de un silencio eléctrico. Había una silla vacía a la derecha del Don: la de su hijo.
Luciano, sentado en la cabecera como un emperador en decadencia, cortaba su carne con movimientos violentos.
—Mi hijo ha elegido su bando —dijo, su voz resonando en el comedor—. Ha elegido la falda de una Vitale antes que la sangre de su padre. Y la traición se paga con la muerte.
Los capitanes, hombres de cuello grueso y trajes caros, asintieron, aunque sus miradas se desviaban nerviosas hacia las sombras de la sala.
De repente, las puertas dobles del comedor se abrieron de par en par.
No entraron guar