El viaje hacia Nápoles fue un trayecto silencioso a través de la boca del lobo.
Aurora conducía el sedán discreto, con Nicolo en el asiento del copiloto, pálido y sudoroso, aferrándose al asa de la puerta cada vez que el coche tomaba una curva. Atrás, en una camioneta separada y a una distancia prudente, Lorenzo y Matteo los seguían, armados, listos para intervenir si la diplomacia fallaba. Nadie había podido hacerles cambiar de opinión.
El lugar de encuentro no era un almacén abandonado ni un despacho oscuro. Era el Claustro de Santa Chiara, un oasis de silencio y mayólicas en el corazón caótico de Nápoles. Un terreno neutral, sagrado, donde la sangre estaba prohibida por leyes más antiguas que las de la mafia.
Aurora ayudó a Nicolo a caminar hasta un banco de piedra bajo un limonero. El aire olía a cítricos y a lluvia antigua.
—¿Vendrá? —preguntó Aurora, ajustando el vendaje que asomaba por el cuello de la camisa limpia que le habían prestado a Nicolo.
—Vendrá —aseguró él, cerrando