—Mírame a la cara y dime que no me necesitas también… —pidió Lorenzo con su boca a centímetros de la boca de Aurora—… y entonces me iré.
La mera posibilidad hizo que los dedos de Aurora se tensaran en la tela de su camiseta, como si en ese gesto silencioso intentara impedirlo. El aire se volvió denso, como si la habitación entera contuviera la respiración junto a ella.
Su cuerpo tembló bajo la presión de la mirada de Lorenzo, esa mirada que la desarmaba, que no pedía permiso sino verdad. Mientras las manos fuertes de él la sostenían como si no quisieran dejarla ir nunca.
Aurora quiso decirlo, quiso pronunciar las palabras que pondrían un muro entre ambos, relamió sus labios y buscó su voz, pero solo hubo silencio. Uno que habló más que mil palabras.
El calor de su piel parecía irradiar hacia ella, envolviéndola en un incendio silencioso. Y entonces, en un movimiento que no pudo detener, inclinó el rostro y buscó su boca.
El beso nació tembloroso, como si apenas se atreviera