La noche había caído sobre la casa como un manto espeso y silencioso. Aurora acomodaba las sábanas con delicadeza mientras Elisabetta revoloteaba por la habitación con su pijama rosado, abrazando su pequeño oso de peluche. Hasta que ellos se durmieran, ella se quedaría en su habitación.
—¡Mira, Aurora! ¡Mi osito también quiere dormir contigo! —dijo la niña con una risa contagiosa, saltando sobre la cama.
—Entonces habrá que hacerle un lugar —respondió Aurora, fingiendo un gesto serio mientras extendía la colcha—. Pero que no ronque, ¿eh?
Elisabetta soltó una carcajada y se acurrucó en su lugar, dejando al oso en el medio. Matteo, en cambio, se sentó al borde de la cama sin decir nada, con los brazos cruzados y la mirada fija en el suelo. Su silencio no era nuevo, pero Aurora podía sentir cómo el peso de la ausencia de su padre se le colaba en los gestos.
—¿Quieren que les cuente algo gracioso de cuando era niña? —preguntó Aurora, con un brillo cómplice en la mirada.
—¡Sí! —dijo E