Aurora se encontraba horneando, llenando la cocina de un aroma dulce y un calor hogareño que contrastaba con la agitación que ella aún llevaba por dentro. Había sacado la bandeja de galletas del horno con una prisa que no se permitía confesar, y al rozar el metal ardiente, un quejido breve escapó de sus labios.
—Maldición… —susurró, sacudiendo la mano.
—¿Te hiciste daño? —la voz ronca de Lorenzo la hizo girar.
Estaba allí, recostado en el umbral de la puerta, impecable incluso cuando apenas acababa de despertar, con su cabello despeinado y su ropa de dormir. Se veía tan atractivo como cuando usaba trajes a medida.
Antes de que ella pudiera apartarse, él cruzó el espacio entre ambos y tomó su mano con firmeza. Sus dedos largos envolvieron los suyos y, sin más, llevó la zona enrojecida a sus labios, soplando suavemente sobre la piel sensible.
Aurora lo miró, atrapada en silencio. Había ternura en su gesto, pero también algo más, algo peligroso que encendía recuerdos demasiado recie