El sábado amaneció con un tipo de calma que Marcus no confiaba.
Ese silencio pulcro del penthouse, ese aire tibio filtrado por los ventanales, le recordaba a los días posteriores a una tormenta: cuando todo parece quieto, pero el eco de lo que se rompió sigue colgando en el aire.
Melissa todavía dormía. En su habitación, la niña tenía los brazos abiertos, el cabello negro extendido sobre la almohada y la respiración serena de quien nunca ha conocido el miedo.
Marcus se quedó mirándola unos segundos desde la puerta.
Era imposible no pensar en Laila. En cómo la había mirado cuando cubría a Melissa con la manta, con ese cuidado que parecía nacido, no aprendido.
Era una mujer que descolocaba su equilibrio.
Le había hablado sin alzar la voz, pero cada palabra suya había sonado como un espejo roto.
Se preparó café en silencio. No encendió el televisor, ni la música, ni el teléfono.
Aquel día no quería ruido. Solo necesitaba pensar.
El sabor del café se le antojaba amargo, y aun así siguió b