El domingo amaneció gris.
Nubes pesadas cubrían la ciudad y el penthouse tenía ese silencio que se instala antes de la lluvia.
Marcus había intentado dormir, pero no podía dejar de pensar en ella.
Cada palabra de Laila le seguía resonando:
“Lo que necesita no es alguien que cuide a Melissa, sino alguien que la quiera.”
Esa frase lo había desarmado.
Y, aunque no lo admitiría en voz alta, tenía razón.
Melissa entró en su despacho a media mañana.
Cargaba una hoja de papel con dibujos de colores.
—Papá, mira. Es nuestra familia.
Marcus la alzó en brazos.
En el dibujo estaban él y ella, con una casa detrás.
Y a un lado, una mujer con cabello largo.
—¿Y quién es ella? —preguntó, fingiendo desconocimiento.
—Laila —dijo la niña con total naturalidad—. Nos ayuda a que no se caigan los dragones del castillo.
Marcus la miró, sonriendo con ternura.
Esa inocencia dolía más que cualquier golpe.
—Laila no vive aquí, princesa. —La besó en la frente—. Pero tal vez venga a visitarnos.
—Ojalá sí —respon