Entienne, tras haberse cambiado a ropa seca, se arrodilló junto a la cama. Llevaba unos drawers limpios y una camisa blanca de lino, abierta hasta el pecho, revelando los músculos tensos y la piel aún perlada del agua. Sin embargo, lo que más le molestaba no era el calor en su cuerpo, sino el intenso y persistente peso de su virilidad, que seguía erguida, pulsante, reclamándole a gritos lo que él no podía permitirse.
“Dios, dame fuerzas,” murmuró mientras mojaba un paño limpio en un cuenco con agua fría y lo escurría.
Acercó el paño a la frente de Eira y lo deslizó suavemente, dejando que el agua fresca le humedeciera la piel ardiente. Ella gimió, inclinando la cabeza hacia un lado, y Entienne sintió que el sonido le atravesaba la espina dorsal como un dardo incandescente.
Apretó los dientes, cerrando los ojos por un instante. No podía dejar de observarla.
La sábana apenas cubría su cuerpo, marcando el contorno de sus caderas, el suave montículo de sus pechos. Por debajo de la tela, s