El aire denso y húmedo envolvía la abadía como un manto de niebla. Entienne caminaba con pasos firmes, la mirada perdida en sus notas mientras repasaba una y otra vez los símbolos que había descubierto en los vitrales. La imagen del rey Aldous Thorne, el pelirrojo marginado por su propia sangre, y el símbolo de la Orden del Equilibrio resonaban en su mente como un eco interminable.
Sin darse cuenta, sus pasos lo llevaron a un lugar desconocido. Alzó la vista, y lo que vio le heló la sangre.
Frente a él se alzaba la entrada de un castillo en ruinas. Era solo una parte de la estructura, como si el resto hubiese sido devorado por el tiempo. Las piedras ennegrecidas por el musgo y el abandono parecían gemir con el viento, sus grietas semejaban cicatrices de un pasado olvidado. En la entrada, un cuervo de piedra dominaba el umbral. Sus alas estaban abiertas, como a punto de alzar el vuelo, y sus ojos vacíos parecían seguir a Entienne con una atención perturbadora.
—¿Qué demonios…? —susurró