Sebastián bajó las escaleras del club cargando a Luna en brazos. Su respiración era irregular, su cuerpo estaba caliente y su piel perlada en sudor. Al llegar al sótano privado del club, la acomodó con cuidado sobre un sofá de cuero negro. Un hombre de la manada, robusto y de cabello oscuro, lo observó preocupado.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el hombre.
Sebastián se inclinó, tomó el pulso de Luna y respondió con urgencia:
—Busca al médico. ¡Rápido!
—Sí, señor —respondió el otro, y sin perder tiempo, se transformó parcialmente en su forma de lobo y salió disparado entre las sombras del club.
Mientras tanto, en el salón principal del club, Damián observaba con frialdad el cuerpo de Selene desplomado en el suelo. La sangre manchaba su vestido y su madre, Evelyn, sollozaba sin consuelo junto a su esposo, Vladimir.
—¡Selene! —gritó Evelyn, sujetando la mano de su hija.
Damián se arrodilló junto a Selene y le tomó la mano. Sus ojos azules brillaban con una furia contenida. Selene, débil,