Alessander fue llevado al castillo envuelto en un silencio denso y tembloroso. El cuerpo aún tibio, pero inerte, se balanceaba apenas entre los brazos de los guardias. Cada paso resonaba como un golpe de tambor fúnebre en los pasillos de piedra.

Narella ya estaba allí. Había llegado antes que él, avisada por un desconocido. Al ver el séquito entrar con el príncipe herido, su instinto le gritó que huyera. Dio media vuelta, pero los guardias reales le cortaron el paso con firmeza.

—Debes esperar —ordenaron.

Ella retrocedió unos pasos, aturdida, el corazón latiéndole como si fuera a reventar. Se sentó en una banca fría, con las manos temblando sobre el regazo. No sabía si debía llorar o gritar.

Lo único que sabía era que algo oscuro estaba a punto de cambiarlo todo.

***

Dentro de la habitación, Alessander despertó lentamente. Su visión era borrosa, sus músculos pesados como si arrastrara el peso de la muerte misma.

—¡Su alteza! —exclamó el médico, corriendo a su lado—. ¿Cómo se siente?

Al