—¡Ella es nuestra mate! —rugió Persedon desde lo más profundo del alma del príncipe.
Alessander sintió un estremecimiento recorrerle la espalda. Era como si un relámpago lo hubiese atravesado al oír la voz de su lobo, tan segura, tan salvaje… tan hambrienta de ella.
Narella lo miró con ternura preocupada, sin saber la tormenta que acababa de desatarse dentro de él.
—¿Está bien, mi príncipe? —preguntó ella, con voz suave, apenas un susurro.
Él asintió sin responder de inmediato, pero sus ojos, oscuros y brillantes, se clavaron en los de ella con una mezcla de desconcierto y temor. Retrocedió un paso. Luego otro.
—No vas a divorciarte —dijo con una voz más fría de lo que deseaba—. Si tu esposo te ha herido, solo dilo… y lo castigaré con mis propias manos. Le arrancaré cada hueso por tocarte, pero no dejarás de ser una esposa solo porque él no supo valorarte.
Narella lo observó, con los ojos llenos de esa tristeza resignada que solo cargan aquellas que han sido rotas muchas veces. No dijo